Tom Maver

By | martes, octubre 14, 2014 Leave a Comment

Tom Maver

Poemas Éditos e Inéditos





De: Yo, la incesante nieve [2009]

CUANDO REGRESABA de la noche
oscura en que el alma se conoce y
acompaña,
junté lo que tenía para decirles
y armé una pequeña casa con un patio lleno de árboles
donde poder reunirnos a tomar algo
y después salir a caminar y respirar el aire frío.
En las madrugadas de aquella larga vuelta
descansé a la intemperie, y me dije:
los exhaustos sacan fuerza
de recipientes que parecen vacíos
y es mejor entregarse a recorrer
los espacios que nos alejan de todo
hasta ser liviano como un cuenco
donde cualquiera pueda acercarse
a oír cómo se va llenando.
Porque, amigos, es menos lo que yo tengo
para decir
de lo que ustedes hacen
por escuchar.
Por eso vuelvo
a esa casa sola,
a ese patio y sus árboles
como si por primera vez llegara
al extremo de mi alma.




RUINAS DE QUILMES

Me acerco sin permiso a tu pueblo caído.
Miro alrededor y me asombra la altura,
las misteriosas penitencias del sol,
esta raza mutilada que peleó
y lloró como estos escombros
que me rechazan.
Cacique:
toco apenas el límite quebradizo
que aleja lo propio de lo ajeno
y siento en los intrincados caminos
de mis venas
un baile, un grito, una lanza
bajando –¿a la guerra,
hacia mí mismo?-.
La tierra me ciñe y mis ojos
se arriesgan a mirarla
íntegramente.
Entre estas ruinas
yo te presto mis ojos, Cacique:
mirá de nuevo tu vasto imperio.
Si no te distraés demasiado
quizá veas con el rabillo, de modo fugaz,
al extraño que mira conmigo
y te preguntes quién es.



SOBRE EL ARTE DE TEJER

No recuerdo cuándo empecé a tejer.
En algún momento de los banquetes o de las siestas
sin darme cuenta dejé de esperar
y me dediqué a otra actividad,
también sin porvenir.
Así es que ahora tejo historias increíbles
que cada noche destejo
y cada día recomienzo
con esa inocencia imperturbable
del que mira los templos, las guerras,
los sacrificios y los días como lo que son.
Troya, las hazañas de mi marido,
las naves, la victoria, los dioses, el regreso,
¿quién sabe cuántas cosas más pasaron
en estas historias
que me cuento y que al día siguiente
ya no existen más?
Porque, díganme, ¿qué se puede pretender
de lo que, quizá, venga con el tiempo?
Por eso, amigos, no se engañen.
Esto que parece una obstinada espera
es, en verdad, una desgarrada
fidelidad a lo pasajero:
cuando el tiempo me envuelva
con este sudario interminable,
sentirá en sus manos el filo
de mi vida
deshecha por las noches
y vuelta a empezar por las mañanas.





Cada lugar, por desértico o remoto que sea,
sueña con que aparezcan los viajeros. 
No hay sabana, por ejemplo,
que no quiera que la recorran
las ancestrales patas de los elefantes,
sentir ese cosquilleo por kilómetros,
el roce de sus pesadas trompas grises
como dedos peinando los pastizales:
¿quién no quiere ser tocado así?

Y sus pieles agrietadas, cuando finalmente llegan
a los enormes piletones y el agua entra en contacto
con ellas, de golpe, desde ese fondo de cansancio
y aturdimiento, resplandecen en la tarde africana.
¿Cuán largos serán, en su longeva vida de elefantes, 
estos instantes atravesados por el milagro?

A través del agua que les corre por el rostro,
se miran. Hay algo de impenetrable en sus miradas.
Ahora, como de un cuerpo amado del cual
deben alejarse para siempre,
se dan vuelta y empiezan a dirigirse,
casi con la misma parsimonia con que llegaron,
hacia los caminos de polvo y arena
donde sus trompas ya empiezan a olfatear
las estaciones de sequía acercándose.
Pero, ¿qué sabana del mundo, por hermosa que sea,
no querría ser sostén de esa desesperación?






Con mi nacimiento empezó el calvario
en el cuerpo de mi madre. Su peso se salió de control,
las hormonas parecían estar en contra suya. Uno tras otro,
los estudios salían mal, los doctores decían no
moviendo la cabeza y cerrando los ojos. Ella se pasaba la mano
por las manchas que le iban apareciendo en la cara
y desde adentro yo trataba de no patearla demasiado.

Por miedo a que todo se desmoronaba no me quería soltar.
Nací con el cordón umbilical anudado al cuello. Nací mudo
pero escuchando. Su cuerpo, ese puente a punto de estallar
sólo me fue posible cruzarlo al oír su voz llamándome:
“Vení, amor, vení. Yo te espero”. Sí, mi madre fue eso, un puente
que apenas toqué la otra orilla, voló por los aires. Un hermoso
puente viejo resquebrajándose en cámara lenta, torciéndose. 

Pero yo, un segundo antes de cruzarlo, volví a ese cuerpo
y me abracé a él con todas mis fuerzas diminutas,
y fueron necesarios los fórceps, que interpusieran ese frío
entre nuestra comunicación umbilical, entre nuestros besos
de despedida. Pero entonces yo le dije: “Vení conmigo, má”
y la tomé del brazo, de los hombros, sacó una pierna,
pasó un talón y luego el otro, como si saliera de sí misma
en puntas de pie, naciendo y muriendo en un mismo acto
y yo ahí, con ella, esperándola, sintiendo que se escurría,
hasta que un último forcejeo de los doctores, me hizo 
terminar de cruzar con los brazos vacíos mi nacimiento.






Nunca supe bien qué responder cuando en el colegio
me preguntaban qué hacía mi papá. Sólo decía: “Hace jugos”.
Pero desde mi cuarto, yo lo oía quejarse con mi mamá 
de que había alguien en la oficina que lo maltrataba,
que, aunque fuera grande, de todas maneras lo maltrataban.

Sin embargo, esto mis compañeros no lo sabían. 
A ellos se les llenaba la cabeza de ideas con esas dos palabras
que les decía. Él era, de algún modo, tanto para ellos 
como para mí, un héroe. Quiero decir, gran parte de su vida
era desconocida incluso para los más cercanos.

Otras veces, a la hora del postre
lo escuchaba hablar de naranjas, del olor de los campos 
a la madrugada, de esos viajes que se lo llevaban
lejos de la oficina. Bastaba que dijera “Concordia” 
como masticando el sabor de la palabra,
para que yo sintiera que con algo me tenía que reconciliar. 

¿Cómo es posible acariciar a un padre
que se vuelve tan hermoso y extraño en la mesa
cuando huele con fruición una naranja, entrecerrando los ojos
como si estuviera percibiendo algo que está lejísimo
pero que le llega de algún modo a él y sólo a él?

Yo quisiera que así me llegara mi padre,
con la precisión de los brotes de invierno que él espera.
Yo también quisiera creer en un mundo que, sin motivos
y porque sí, reparte a un tiempo el frío
de los abandonos y el regreso de la fruta.






ALMA MAHLER 


Para quien no me conozca, yo nací bajo el nombre de Alma Schindler. 
Cuando lo pronunciaban en los salones y tertulias que se daban
en mi casa de soltera, ya se estaba hablando de glamour y belleza, 
de mis ojos negros. Recuerdo cómo los artistas más importantes venían
para seducirme con su arte. No puedo olvidar a Klimt temblando 
al mostrarme un cuadro nuevo, mirando mis labios, esperando una opinión. 
Soy, para muchos, la mujer más fascinante de Europa. 
Y Gustav Mahler, el controvertido director de la Ópera de Viena, compositor
de las más impresionantes sinfonías después de Beethoven, 
al verme por primera vez, también cayó rendido.
Deberían haberlo visto entonces. Pero no nos pongamos sensibles.
Ahora soy Alma Mahler. ¿No escucharon hablar de mí?
No me extraña. Mi amado esposo, quien sintió por mí veneración
y menosprecio, me convirtió en la mujer más callada de Europa.
Cuando nos casamos me prohibió que siguiera estudiando
composición. ¿Celos de hombre o envidia de músico?
¿Ustedes quieren hablar de su música, de sus grandes sinfonías
que compone íntegramente en los tres meses de verano que estamos acá, 
en la casa de Maiernigg? Entonces empiecen primero
por escuchar el silencio de esta casa. ¿Lo sienten?
Nadie diría que es la casa de un músico, que es verano, 
que hay dos chicas pequeñas correteando y haciendo bochinche.
No, porque ahora él está encerrado en su estudio trabajando
y nadie puede hacer ruido mientras el genio compone.
Por eso me la paso limpiando el polvo de los muebles con una gamuza
y siendo sólo el fantasma que lava su ropa, le cocina y lustra las botas.
¿Y ustedes me van a decir, hombres petulantes de mi tiempo,
que una mujer no puede hablar de la relación entre arte y vida?
¿Ustedes, los mismos que se maravillan de las rarezas de Gustav,
que un minuto después de haber abrazado y restregado su cara
contra la de nuestra hija María, va y se sienta al piano
a componer las “Canciones de los niños muertos”? Si soy yo
la que tiene que escuchar esos acordes fúnebres mientras
nuestra hija, mi hermosa Putzi, tose tapándose la boca
con las sábanas para no hacer ruido, tose y se ahoga 
y tengo que llevarla al hospital con esa banda sonora en la cabeza
y lágrimas en los ojos diciéndole que no tenga miedo, hablándole
con tal de que no oiga la música terrible de su padre, esa música
que nos está enterrando, a uno por uno, en esta casa de verano de Maiernigg. 







ALMENDRO EN FLOR, 1890 



Van Gogh mira por la ventana el cielo despejado de Arles. Deja la carta de su hermano sobre la mesa. Piensa en Theo echado en la cama con Johanna, su esposa, en la mansa espera de los embarazos. Empieza a contestarles en su cabeza. Pero se interrumpe. Desde el centro del cuerpo le sube un plácido envión que llega hasta sus manos y les quita el nerviosismo febril que las hace temblar.

Se levanta y camina por el cuarto. No va a escribir esa carta. En cambio, va a buscar un color. Un color que cambie, que no sea un recuerdo o una exaltación del deseo, sino una tranquilidad conmovida suavemente. El brillo en los ojos de un gato que se despereza.

Empieza, entonces, a pintar un cielo de invierno visto desde la calidez de un cuarto. Y así van apareciendo, casi sin darse cuenta, formas sinuosas, trazos largos que recorren, atraviesan, dialogan con el azul que está pintando, ese cielo que es su carta de colores espesos, espumosos casi.

Detiene el pincel y por más que no piense en este momento con palabras, algo de esa espuma, de eso que queda del contacto y los rebusques de la materia, lo tranquiliza. Se mira al espejo. No, no es éste el momento de otro autorretrato por más que su rostro refleje algo inusual: serenidad.

Vuelve a la pintura y se da cuenta de que es un almendro en flor lo que se está formando frente a él, lo que ese cielo, no, lo que ese azul pedía. El tronco de un almendro que se trenza y gira sobre sí mismo, enamorado de su forma, engalanándose. Sus colores, a pesar de las líneas que lo delimitan, o gracias a ellas, se mueven y tienden hacia el cielo que se muestra, desaparece y aparece por detrás de las ramas que lo miran de un lado y del otro, ramificándose como el humo y a diferencia de éste, temblando en el aire por más tiempo.

Johanna y Theo van a tener un hijo, piensa Van Gogh y mira otra vez por la ventana. Ahora elige todos los puntos en las ramas donde pintar las flores blancas, como si fueran una constelación de estrellas vistas de día. Puntos fijos que generan la idea del movimiento lento y caprichoso de la floración. Quietas, hacen que la vista salte de una a otra como abejas. 

Deja el pincel y se limpia la pintura de las manos, se cambia la camisa. Está fatigado. La luz en el cuarto cambió y eso influye en su estado de ánimo. Se sienta y le escribe al hermano contándole que hacía tiempo que no sentía alegría por otra cosa que no fuera la pintura.

La intensidad de mi vida, escribe, es delicada como este almendro. Llena mi cabeza de colores influidos por el viento y la posición del sol. Theo, en sueños veo a tu hijo, el que van a  tener, agitando ese árbol de verano y haciendo caer en su mano diminuta las flores más altas, apenas visibles, de mi insatisfacción. Sigo adelgazando a pesar de que estoy comiendo. Si me vieras, sólo verías celebración y gozo.

Van Gogh toma su saco y la carta. Al irse deja la puerta entreabierta para que el cuadro se seque: algunas flores del almendro se agitan y luego vuelen a aquietarse.




TOM MAVER, poeta y traductor, nace en 1985 en Buenos Aires. Estudió poesía con Osvaldo Bossi y Walter Cassara. En 2009 publica «Yo, la incesante nieve». Por esa fecha empieza también a traducir principalmente poesía estadounidense contemporánea, y publica en el blog hastadondellegalavoz.blogspot.com. «Marea Solar», su segundo libro, espera el 2014 para ser publicado. Actualmente trabaja junto a Patricio Foglia en el proyecto Malón Malón que por ahora tiene forma de blog (malonmalon.blogspot.com) donde es conjuga poesía, ilustración y crítica. 

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