Julián Alegría

By | lunes, abril 13, 2015 Leave a Comment

Julián Alegría
Dos Cuentos


1

¡MUERTE AL MONSTRUO!


 Ayer nomás, caminaba y la vida se me descubría en todos los sentidos a los que yo mirase. Si lo que quería era fijar mi atención en mis costados, encontraba allí siluetas traducidas en motivos que se movían constantemente a mi alrededor, y, divertidas, jugaban entre ellas invitándome amablemente a participar. Si lo deseaba, podía detenerme a mirar hacia atrás y ver cómo otras rezagadas siluetas, apartadas por diversos motivos, se entretenían por si solas a una gran distancia. Lo más atrevido estaba sin dudas hacia delante, y es por eso que me gustaba tanto caminar sin rumbo, hacia ningún lado más que aquel en el que quería estar. 

 El monstruo, por su parte, siempre ofrecía placeres intentando comprar mi agrado, pero para su desgracia yo era duro de atinar, y no tenía más remedio entonces  que, como todo buen monstruo, mutar; transformarse en un ser halagador y amable para intentar una vez más seducirme, y luego, una vez cumplido su certero artilugio, teniéndome, controlándome, convertirse en una masa uniforme del más perverso de los monstruos que hay sobre la Tierra; el más letal, injusto y eficaz de todos. Su infinita edad lo había dotado de todo tipo de sabiduría por más cruel que resulten sus fines, y sabe a la perfección que sin generación de miedo, no existe control posible. Lo enloquecedor, lo punzante del asunto está en el hecho de que él sí es un monstruo de verdad. El único del mundo real, ese que supera con creces a aquellos tan temidos que generación tras generación fueron creados por soñadores, es decir, por esos tipos que condimentan la realidad de los hombres con su magia.

 La habitación de La Voz era mi lugar en el mundo, ahí llegaba y al instante sentía familiaridades tales como lo singular de un sillón que parecía haber estado siempre esperando mi regreso, mullido y con resaca de la última vez en que me había sentado sobre él por largas horas. La luz del Sol entraba por el gigante ventanal con vista al afuera de la habitación, y era atenuada de una forma maravillosa gracias a las también gigantes y pesadas cortinas color gris que siempre estuvieron, al menos desde que tengo uso de razón, repletas de polvo que duplicaban su peso. El tiempo hacía que nuevos polvos se acumulasen en ellas, y parte heterogénea de viejos con nuevos se entremezclaban en el aire cada vez que abría la habitación o hacía egreso de ella, es decir, los únicos dos momentos en los que se aireaba el ambiente, los únicos rastros de vida y movimiento en aquella habitación vacía excepto por La Voz, indistinguible y oculta tras las miles de partículas de polvo que, suspendidas en el aire, y combinadas con los rayos de Sol que se filtraban de la cortina, mantenían en secreto su verdadera imagen. Así era y así me gustaba que fuese. El anonimato de La Voz me invitaba a la posibilidad de crear a gusto su imagen, y poco tardé, por supuesto, en acabar por glorificarla sin sobredimensionarla, pero agradecido interiormente de haber tenido la extraordinaria posibilidad de conocerla.

Cierta vez, algún día, cualquier día, en medio de una de nuestras tantas interminables charlas abstractas que a menudo desembocaban en intensos y esclarecedores monólogos suyos, perfectos según mi concepción de las cosas al punto que no podía hacer más nada que callar y admirarla, me dijo:

-La vida es más simple de lo que creés, pero mucho más compleja de lo que la mayoría puede entender. Hay que saber, y este aspecto es fundamental si se quiere ser alguien libre y capaz, que no podemos ser siempre una misma persona. No creas que los cambios de parecer deben de ser a mediado o largo plazo. No es así, eso no es verdad, pero tampoco es para cualquiera. No todos pueden ser capaces de ser concientes de esto y no en enloquecer en el intento. ¿En dónde es que está escrito el tiempo establecido como correcto para abandonar una idea y tomar otra?

Permanecí en silencio, aceptando y masticando pensamientos, y la prolongación de aquel silencio fue tomada por La Voz como una interpretación, nada errónea, de que mi ignorancia deseaba saciarse y en sus palabras estuviese la llave de la puerta que necesitaba abrir.

-En ningún lado. –se respondió a sí misma habiendo dejado un intervalo de tiempo dulce y perfecto entre la pregunta y su respuesta. –Así son las cosas, si tu deseo es ampliar el límite de tus posibilidades de intelecto, es indispensable que nunca pienses de igual manera. Ni siquiera de un día al otro, menos aún, claro está, durante el transcurso de esta conversación. El camino es duro, triste y amargo.

Supongo que cualquiera puede imaginarse el alboroto mental con el que me retiraba siempre de aquella habitación tras largas horas de intensos diálogos y palabreríos. Todo resultaba tener ser color blanco, cada uno de los componentes del universo me llenaban de dudas y paz al mismo tiempo. Expectativas, razones de vida, misterios eléctricos que encandilaban a mis dos ojos desnudándose posibles y tiesos; humanos. La vuelta a casa resultaba entonces tan introspectiva y personal que cualquier cosa era ajena a mi persona, y aún así, aún presuntamente vulnerable por dejarme arrastrar por las abstracciones que me alejaban de los asuntos mundanos, nada ni nadie podía penetrarme, con todo lo que aquello abarca. La solidez del convencimiento es la mejor de las corazas humanas, pero también la más peligrosa, y sólo en esas situaciones el monstruo puede anularse y volverse sencillamente inofensivo que es, después de todo, el triste único consuelo y lo que buscamos hacer todo el tiempo. Cuando así estaba, el monstruo no me hablaba ni amenazaba, y creo deberle aquello sin dudas a esa coraza que, después de todo, generaba que el monstruo temiese de mí, y a decir verdad, no es una hipótesis nada descabellada. Durante aquellas suposiciones mi mente entraba en retrospectiva y me traía pasajes aleatorios pero subconscientemente atinados de monólogos de La Voz desparramados en el tiempo:

-Cuanto mejor y más fuerte te sientas, más cerca estarás de ganar tu propia batalla. Con esto quiero decirte que lo que el Universo tiene de enigmático y encantador, también lo tiene de amplio. Ganale al monstruo, hoy. Empezá por vos mismo. Una vez que hayas logrado eso, liberate de toda preocupación en cuanto al monstruo, de lo contrario serás vos quien en verdad esté perdiendo, porque después de todo, lo que ocupa al presente es todo lo que importa. No especules en las estrategias que tendrás que hacer para ganarle mañana. Conformate con ganar en el presente, constantemente, y si lográs aquello entonces habrás ganado siempre. 

Eran tan fuerte la relativización, y tantas las posibilidades que se abrían ante todo aspecto que a menudo me sobrepasaban, y la confusión entremezclada con el olvido puede hacernos tragar cuando aún no se ha terminado de masticar. ¿Cuántas veces se debía de masticar una idea? ¿Existe acaso algún número que garantice la justificación? Las noches baratas con siluetas arrogantes pronto amainaron, y mi búsqueda de la más perfecta de las siluetas se inundaba de fe, bañando a mi propio cuerpo del convencimiento vencedor. Regresaba entonces cada vez con mayor frecuencia a la habitación de La Voz, y sus recomendaciones empalagaban de misterios revelados a mis curiosos oídos. Me creía cada vez más cerca de la puerta final, y, desnudando mi intimidad más profunda, no tenía el más mínimo interés en llegar a tener todas las llaves. Sólo quería seguir abriendo, para poder respirar de aquellas partículas de polvo, precio a pagar y consecuencia de las ventajas únicas de poder seguir escuchando a La Voz. No podía olvidar sus enseñanzas, y a la vez no debía tampoco –según su propia recomendación- permanecer convencido por mucho tiempo, y es por ello que hasta a veces me forzaba a mí mismo en no creer sus palabras, y me preguntaba si acaso podía estar ella también mintiéndome. Tanto fue así que paulatinamente se fueron forjando en mi interior ganas, al principio livianas, y luego redundantes, de terminar de una vez por todas con ese enigma halagador que sin querer darme cuenta estaba empezando a odiar; anhelaba saber su identidad. Me preguntaba como es que sería el conjunto de moléculas orgánicas que la formaba y la hacía, igual que a mi, un ser humano.  

Un buen día, por la calle y camino a la habitación, me detuve en la vereda de forma repentina y abrupta. La gente tropezó conmigo luego de que una loca especulación me había obligado a detener el paso, y la marea de movimiento de personas que caracteriza a las ciudades, no esperando el imprevisto, me golpeó toscamente una y otra vez, por momentos con leve intensidad, a veces con choques bruscos. Hacía un buen rato que el monstruo me hacía compañía aquel día, y me pinchaba, de hecho, era ese precisamente el motivo por el que me dirigía a la habitación de La Voz, ya que, en esos últimos días, el monstruo por alguna razón se había empecinado en persuadirme, y pensé que tal vez podía deberse a que me pudo haber notado un tanto débil. Basta con lanzar una pequeña piedra al montón para desencadenar una avalancha, y alcanza con sembrar tan sólo una sola semilla de duda para que de ella florezcan paranoias determinantes. La loca especulación que acontecía en mi mente era perversa y desalentadora, pero absolutamente posible, después de todo, no podía yo de ninguna manera asegurar lo contrario.

Llegué aquel día y me senté en el sillón de la habitación como si nada raro ocurriese. Con total naturalidad, demoramos muy poco tiempo en entrar en una conversación, y como a menudo también sucedía, decantó en un monólogo de La Voz que por primera vez yo lo recibía de otra manera, y por primera vez, también, presté atención verdadera a cosas tan simples antes ignoradas como, por ejemplo, la forma en que estaba compuesta aquella habitación. No había muebles, no había espejos, no había cama ni electricidad. El piso era un piso maltratado de madera que aquel día, como tantas otras cosas, por primera vez noté que rechinaba fuertemente al caminarlo. Además del inmenso ventanal y sus cortinas estaba mi sillón y, casi con seguridad, el sillón en donde se suponía que La Voz se sentaba. Nunca me había preguntado algo tan básico y evidente como el hecho de saber si La Voz estaba sentada o de pie, y en mi intento por planificar ese mismo día el fin del misterio, como no podía verla, intenté agudizar mi oído para interpretar la dirección exacta de la que se emitía el sonido de La Voz; un escalofrío antecedió a la sensación de saberme a punto de una crisis nerviosa. Las respuestas a las hipótesis en torno a su identidad seguían la misma línea y se correspondían con el origen del sonido de La Voz en el espacio. Sólo bastaba comprobar con mis ojos para confirmar toda duda y descreer de allí en más y para siempre todas sus palabras. Sólo me faltaba ver. Nunca antes en mi vida me había sentido tan interesado por algo, y una desilusión como la que se avecinaba no era nada más que una piedra en el camino, más bien era la pérdida absoluta de todo camino; mi vuelta a la deriva de la que creía haber escapado para ya no volver. Bien sabía que era mejor enfrentar ese riesgo que quedarme en ciega duda. Pronto entonces empecé a estar inquieto, mis manos ansiosas transpiraban a la vez que mis piernas se endurecían como no queriendo avanzar. El cuello me picaba, también la espalda, un poco el hombro y bastante las rodillas. Las palabras de La Voz íban y venían, salían y rebotaban por todos los rincones de la vacía habitación dejando un suave eco que yo ya no era capaz de seguir soportando un segundo más. Tenía que actuar inmediatamente, en ese preciso instante.

-¡¿Quién sos?! –grité al tiempo que me levanté del sillón y corrí de un tirón la inmensa cortina del ventanal.

La luz entró, y la realidad vomitó mis ojos. Sentí que algo se desprendía de mí y se alejaba caminando sin retorno hacia atrás, mirándome, riendo. Pude también observar la situación desde la visión de aquel, y entonces me vi, patético y triste contemplando el inmenso vacío que me rodeaba. Estaba en aquella habitación completamente solo; La Voz nunca había existido. El monstruo entonces, gigante como nunca antes, atravesó la puerta dispuesto a enfrentarme. En la furia de sus ojos pude ver la acumulación de tiempo que había estado esperando a que aquello sucediese. El alma se me congeló del terror al verlo, feroz y feliz, perverso y al acecho a punto de acabar conmigo. Cerré los ojos y escapé. Todo el tiempo invertido, finalmente, resultó en vano. El monstruo siempre me ha ganado.


2

EL CRUCE MÁS ESPECIAL


El viejo de setenta corre desde atrás, tras haberlo dejado pasar para no sorprenderlo de pronto, aunque tuvo ganas de hacerlo y las reprimió cuando el opuesto de las situaciones se hizo dueño de su ansiedad.

-Oíme una cosa, pibe.

El viejo olía mal. Asquerosamente mal.

-¿Qué?

-Mirá, en la vida no existen las verdades ni los sentidos. ¿Okey? Entonces, una vez que te acostumbres y te asientes en esa idea, sólo irás tomando el camino que sea, ese que de todas maneras no tiene algún destino, sino todo lo contrario; conduce igual que todo el resto de los caminos a la nada, pero al menos será el que te haga feliz, que, después de todo, es lo único que vale la pena. Y necesito que estés atento a la explicación del porqué de utilizar el término vale la pena, y no haber dicho; es lo único que importa. Porque, es obvio, nada importa, ¡entonces sé feliz, pelotudo!

El viejo, exaltado acababa de empujar a Federico, que escuchaba atónito el monólogo de un viejo que de la nada había aparecido. Vestía bien, olía a alcohol, pero vestía bien. Por lo poros de las arrugas destilaba el alcohol de su interior. Aún así, aún ante este panorama del que cualquiera sentiría rechazo, Federico se quedó, porque, después de todo, había algo en el viejo, algo extraño y oculto, misterioso pero familiar, conmovedor pero repulsivo.

-Las personas tienen tres opciones; la primera es negar el absurdo absoluto en el que estamos de todas las formas que se conocen; religión, costumbres, fanatismos y ansias de poder. Si elegís esa opción, entonces serás un tipo correcto y terminarás como yo; borracho a los setenta años, despreciado a veces, y olvidado el resto del tiempo por las personas que me rodean. Desde la inmediatez de mi familia hasta lo relativo a toda mi gente cercana, que con suerte siguen con vida la mayoría, al igual que yo. Durante más de treinta años he cenado con mi mujer y mis hijos sábado de por medio en la casa de mi suegra. Durante más de cuarenta, también, he trabajado en la misma empresa que hace poco más de media década me vio obsoleto y me retiró. Hoy no la tengo y la extraño, no la tengo y es un peso que me genera un vacío mayor que cualquier otro, porque este vacío, el de verse viejo e inútil a los setenta años, es el vacío de nuestra propia y cercana muerte. No tengo miedo, pero estoy arrepentido. Mañana es mi aniversario de casamiento, y no hubo un solo año en mi vida desde haberme casado en el que no piense si he terminado de conocer a la mujer que hace tantos años me acompaña. No lo sé, y la amo. Juro que la amo, hemos tenido tres hermosos hijos que ya están grandes y tienen sus vidas, y ella siempre ha estado a mi lado. Pero aún así no logro saber a ciencia cierta si es que en verdad la amo, aunque le diga que sí lo hago como siempre he hecho. Me siento una basura por decir esto, pero es lo que realmente estoy sintiendo y desgarra el alma ocultarlo todo el tiempo. Mañana, en mi aniversario, le haré el mejor de los regalos que le he dado en mi vida, porque tengo pánico de que este año sea el último. Negué el absurdo absoluto, pendejo, ¿entendés lo que te digo?, es lo que no quiero que hagas.

Federico, ya sin sorpresa pero con mucha atención, ni siquiera se percataba de lo extraño que resultaba todo lo que estaba sucediendo. De todos los viejos borrachos con los que se haya cruzado en el pasado y estos intentado de manera pendenciera entablar una conversación, éste, sin dudas era a quién más había escuchado en toda su vida, o, tal vez, -especula- aquel viejo sea a la única persona que escuchó con una sincera y demoledora atención. Y no era Federico alguien de no escuchar ni prestar atención, pero lo intenso del contundente monólogo del viejo y lo identificado que con su discurso se sentía lo envolvían en una avalancha en su cerebro de respuestas a las preguntas que desde niño se había hecho a sí mismo, hasta de aquellas que nunca había conversado jamás con nadie.

Las expresiones del viejo, la manera de hablar y la forma de sus ojos sentía Federico haberlas visto antes. Estaba convencido de que ese viejo no era precisamente un extraño, pero no recordaba cuando ni donde es que creía haberlo visto. También reconocía en el viejo cierto implícito patetismo sutil. Sus movimientos eran los de alguien que parecía haber tenido más movimiento antes, pero no lo suficiente como para que lo patético desaparezca por completo, ni para opacar el despertar de vergüenza ajena. En sus percepciones fugaces, también sintió Federico un repentino rechazo por el viejo, y a su vez, existía una convivencia con el entendimiento. Un entendimiento indescriptible que hacía de único pero supremo motivo por el cual no se alejaba de él. Una mezcla de respuestas con intriga, de curiosidad con revelaciones. Mientras tanto, el viejo, aún tenía más cosas por decirle:

-¿Te acordás de las tres opciones de las que te hablaba?.

-Sí.

-Bárbaro. La primera entonces es la negación del absurdo absoluto, y verás que no es una opción tan feliz después de todo. Mirame, tan solo mirame y date cuenta de lo que te digo. He conseguido todo, o casi todo. Por lo menos lo que estuvo a mi alcance, y me ha ido bien en la vida, mejor dicho, lo que se conoce como bien en la vida; formé una familia, cumplí siempre con las leyes, trabajé duro, seguí a Dios e hice siempre lo que creí correcto hacer creyendo, a su vez, que con ello lograría la tranquilidad, es decir, el fin de aquellos susurros interiores. Pero decidí mal, pibe. Y así fue porque los parámetros que hacían de base eran los equivocados. Ojo, cuando digo que eran los equivocados, hablo por mí mismo. No te olvides que no existen los sentidos, las verdades ni las mentiras. De ésta premisa entonces nace la posibilidad del surgimiento de errores relativos al individuo en cuestión. Lo que para alguien puede significar errar, para otro, tranquilamente, puede ser el mejor acierto jamás hecho.

Fui feliz, pibe. Claro que sí. ¡Mierda que fui feliz! Hoy estoy en uno de mis días malos, pero sólo en estos es que desnudo mis verdades más genuinas. –hizo una pausa- ¿Tendrías un cigarrillo?

-No fumo, disculpá. –respondió Federico.

-Claro, es cierto. Aún no fumás… 

El viejo hizo una pausa, como si necesitase de un profundo respiro, como si aquello le sirviese de consuelo y lo llenase de la fuerza para seguir hablando.

-Fui feliz, pero podría haberlo sido mucho más, y sólo dependía de mí mismo. Siempre es así, pero no me quiero ir por las ramas, volvamos a las tres opciones de las que te hablaba; descartando la primera le sigue la segunda que es aceptar el absurdo, pero ahí aparece la madre de las bifurcaciones, esa que distingue a los vivos de los boludos. Prestá atención. Yo alguna vez acepté el absurdo, fue durante mi adolescencia. Tenía más o menos tu edad, y las preguntas existenciales me acechaban todo el tiempo. Pasaba días enteros pensando, y pensar frustra pibe. Frustra mucho. Tanto que llega un momento en que si uno mismo no es inteligente, se termina yendo por el peor camino. Fue también en esos días en que especulé, y cada vez más afirmaba mi idea de que el individuo en verdad no existe, y mis noches eran largas, y mi tiempo improductivo. Pero si había algo de lo que estaba convencido era que nada quería producir, y sólo dejaba pasar el tiempo.

Me dolía pensar, y mis días encerrado en eso desaparecieron cuando concluí en que si así seguiría, nunca iba a poder ser feliz. Porque creía que las dos opciones estaban en negar o bien aceptar el absurdo. –el viejo hizo otra pausa, esta vez más larga que las anteriores- Entonces cerré los ojos, y le dí para adelante. Terminé siendo un gran tipo productivo; produje como te dije una familia, construí una casa, y me convertí en un negador. Negaba para ser feliz, y progresaba para no mirar hacia atrás y encontrarme con las mismas preguntas, y, por supuesto, las mismas conclusiones. 

Las primeras palabras de mis hijos y sus egresos de los estudios son cosas de las que me enorgullezco y quedarán siempre en mi memoria. Pero hoy, apenas si me puedo detener a mirarlos para darme cuenta de que no los he criado como debí hacerlo, y la consecuencia de aquello es que me haya equivocado tanto. Los miro y me veo a mí mismo. Son la antesala de lo que soy ahora. Ellos también están perdidos, pero apenas si puedo insinuarles algunas palabras hasta que acaban por desestimarme. Ellos ya han construido tantas barrearas que no pueden volver atrás.-

La esquina de Murguiondo y Zequeira, desolada como todo domingo, tenía a estos dos parados sobre las baldosas de la vereda del antiguo taller mecánico cerrado. El viejo hablaba, Federico escuchaba, y en sus ojos alguna lágrima amagaba con caer por su cara cuando la lástima por escuchar su pena le resultaba inevitable.

-Tardé mucho en entender que había una tercera opción. –continuó el viejo- más que negar y ser feliz, o aceptar y sufrir. Porque se puede también aceptar y tratar de ser feliz, y es ésta la única manera posible que existe para que uno haga lo que de verdad tiene ganas, y cuando esto sucede, no hay manera de arrepentirse. Entonces siempre se ganará, porque no existe nada más hermoso que ganarle a uno mismo. Descontextualizate de tu tiempo, entendé que todos somos distintos pero en el fondo somos iguales, y aceptá que quien quiera negar entonces que niegue, y quien quiera aceptar que acepte, porque después de todo, no sos quien para decir qué es correcto y qué no lo es. ¿Entendés lo que te digo?

-Sí. Según tu teoría, no hay correctos ni incorrectos. Todo depende de uno mismo, aunque aquello en verdad, relativa, nada signifique. –contestó Federico creyendo sobrevolar lo paranormal.

-¡Bien pibe, eso es una respuesta, carajo!

-Gracias, igualmente, hay algo que sigo sin entender…

-Esperá. –interrumpió el viejo- Ya te vas a enterar. Dejame terminar. Cortate el pelo como te dé la gana, amá a la mujer que quieras amar, y después soltala para amar a otras. Amá a todos, no lo reprimas. Pero dejalos libres, siempre. Es la única manera posible de que a uno mismo le permitan también serlo. Hacé ese viaje que tenés en mente, cambiá. Hacelo, si. Cambiá mucho y todo el tiempo. No hay porqué seguir un patrón, no está mal cambiar. Desprendete de todo, regalá lo que ya no uses, aprendé a ser feliz con poco. No pases un solo día de tu vida sin preguntarte las cosas, cuestionate todo el tiempo sin amargarte por las respuestas. Buscá lo que no tengas y quieras tener, pero convencete de en verdad quererlo, aunque después ya no te interese, ¡¿Qué importa?! Aprendé cuanto antes que nada es tuyo y que todo compartido es mejor. Escuchá a quienes vos quieras, pero preguntate siempre si vale la pena escucharlo, y entendé, por sobre todo, que absolutamente todo es relativo a quien lo dice. No existen las verdades, pero sí existen las posibilidades, y sólo escuchando las vas a conocer. Divertite como imbécil, y no te quedes quieto. No creas ni siquiera en lo que yo mismo te estoy diciendo, aunque estoy seguro de que en mí creerás por el resto de tu vida. ¿No es cierto?

-Podés apostar a que sí, pero insisto, no entiendo porque es que me estás diciendo todo esto a mí.

-Porque soy vos, o vos sos yo, como elijas.

Federico lo sabía, hacía rato se había dado cuenta de que aquel viejo no era más que él mismo, pero necesitaba escucharlo de su propia boca como para poder aceptar algo así.

-Pero existe una razón más fuerte por la cual estoy acá; si mi hipótesis es correcta, y con todo lo que te acabo de decir te influyo para el resto de tu vida, entonces, yo también cambiaré, y dejaré de existir, y mi vida, más bien la tuya, habrá sido feliz. ¿No es acaso este el suicidio más extraordinario de todos los tiempos?

El viejo desapareció, y Federico, en aquella esquina de Murguiondo y Zequeira, nunca más volvió a ser el mismo.







JULIÁN ALEGRÍA, Nació el 21 de Junio de 1991 en Capital Federal, Argentina. Es técnico químico y cursa la carrera de Biotecnología en la Facultad de Farmacia y Licenciatura de la Universidad de Buenos Aires. Ha publicado «Trece historias contra toda superstición» (2014).  

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