La carroza
—Te he citado aquí porque tenemos que hablar —dijo Lorena mientras tomaba un poco de café.
—¿Qué pasa? —preguntó Augusto.
Lorena dejó la taza sobre la mesa y soltó un suspiro profundo. La mañana era fresca a pesar del despiadado sol que ya caía sobre muchas cabezas. Agarró las manos de su novio y lanzó la noticia:
—Esto no es fácil… pero… no quiero seguir con esta relación.
Augusto agitó sus manos y las liberó de los dedos apretados de Lorena.
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque esta… esta relación no funciona, ya no te quiero. Me cansé de tus celos, de que pienses que todo el mundo me mira.
—Lorena movía los brazos y sus manos agitadas sacudían el viento—. Ya no puedo salir a la calle contigo, eres posesivo... Lo siento... Me cansé.
Augusto se levantó de la mesa y con sus piernas provocó un temblor que terminó con una taza rota y la otra derramada de café. Salió del bar sin mirar a Lorena y corrió por las calles adornadas del pueblo. Lorena lo siguió, gritó su nombre, pero él ya se había perdido. Al rato, vencido por el cansancio, terminó sentado en un andén. Lloraba y emitía unos ruidos que de no ser por sus manos sudorosas cubriendo su rostro, hubiesen acabado en sendos gritos de dolor. Escupía mientras maldecía a la mujer. Se levantó del andén y caminó hacia su casa. La gente que se preparaba para el carnaval, acompañó con la mirada a Augusto en ese trayecto amargo.
—Amor...
—¿Su amor? No, no creo.
—Ah, Miguel...
—¿Ya consiguió trabajo?
—No, nada.
—Pues le tengo trabajo para los carnavales.
—¿Y eso?
—Para que maneje la carroza de la reina. Le hablé de usted al alcalde, de su experiencia como conductor privado y me dijo que le interesaban sus servicios. Preséntese hoy a la alcaldía y dice que va de mi parte.
—Bueno, por lo menos una buena noticia… Gracias.
El día del desfile de carrozas, los dos primeros tragos dobles de ron que Augusto tomó de su botella le quemaron la garganta y recorrieron su cuerpo, como buscando el corazón para cauterizarlo. Sonreía mientras saludaba con las manos levantadas a todos los que pasaban por su camino.
Su carroza era la primera del desfile, la cabeza de una gran serpiente rodante. Arriba estaba la reina de pie, con un traje de baño dorado y un gran sombrero de papel pintado del mismo color y lleno de escarcha. Lo adornaban dos flores rojas atadas en una de sus esquinas. Ella bailaba al ritmo de la música que sonaba en la calle.
A la reina la custodiaban dos palmeras de espuma mal pintadas y un hombre vestido de marinero que prestaba su brazo para que ella se apoyara. La carroza era un viejo carro pintado de blanco y cubierto con un manto azul claro del que se desprendían pequeñas palomas de papel, deseosas de volar. Y el parachoques tenía puesto encima una escultura de yeso intentando mostrar a un hombre que apuntaba al cielo con una espada.
Augusto tomó otro trago doble, puso su botella al lado como copiloto y agarró el volante. Vio la señal para iniciar el desfile y comenzó su viaje, las palomas de papel, la reina, las palmeras y el edecán, se movían bajo el ritmo del pie de Augusto en el acelerador. La espada de la figura de yeso, por momentos, miraba hacia los lados. La reina seguía bailando y el hombre vestido de marinero contemplaba hacia la nada con la cabeza al frente. La gente en la calle abría camino al paso de las carrozas. Augusto seguía manejando y arrimaba su boca a la botella de ron. Los efectos del licor se notaban en las sacudidas que hacían la reina y el edecán con cada movimiento brusco del freno. La reina se acomodaba su sombrero y volvía a sonreír y bailar.
La carroza asomaba la cara en la plaza principal del pueblo. La gente buscaba un puesto en la orilla de la calle para ver el desfile. La reina se aferraba con una mano a una de las palmeras y con la otra se sujetaba del brazo del edecán que no desviaba su mirada y sostenía a su protegida. La carroza andaba despacio y la gente amontonada echaba júbilos por su reina.
Augusto bebió el último aliento de vida de la botella y volteó la cabeza hacia la bulliciosa multitud. En ese momento sus ojos rojos y ebrios vieron a Lorena, parecía una pequeña flor en medio de esa arboleda de gente. Pero al lado se posó un sapo que lamió la flor y le quitó su encanto. Lorena se besaba con un hombre. Augusto frenó el carro, de nuevo la reina dio un pequeño salto hacia el frente y el edecán la sostuvo con fuerza, las palmeras se balanceaban como si las soplara un fuerte viento. Lorena y el hombre se abrazaban. Augusto seguía mirándolos. La carroza no se movía y el resto del cuerpo de la serpiente rodante venía entrando a la plaza.
Augusto giró el timón hacia la pareja. Aceleró. La carroza perdió su rumbo y se fue contra la gente. El parachoques del carro apuntaba hacia el acompañante de Lorena, la gente gritaba y corría para salir de la plaza. Los nuevos enamorados escapaban en busca de refugio, la carroza los perseguía. El edecán ya no miraba a la nada y ahora abrazaba a la reina que no paraba de gritar. Las palmeras saltaron de la carroza y cayeron al suelo. Las palomas ahora se aferraban a su cielo azul que poco a poco se despegaba del carro. Y la serpiente, con su lengua de yeso, empezaba a saborear la confundida cabeza del sapo.
JERÓNIMO GARCÍA RIAÑO, nació en Armenia, Quindío, Colombia en 1978. Docente universitario y escritor. Egresado del Taller de Escritores de la Universidad Central, Bogotá; y del Taller de Novela Corta, Fondo de Cultura Económica, Bogotá. Algunos de sus cuentos han sido publicados en revistas literarias y periódicos de circulación nacional (El Tiempo, Magazín El Espectador, Revista Actual de Barranquilla, entre otros). Colaborador de la Revista Puesto de Combate, Revista digital Cronopio, Revista digital Corónica, Revista digital Anelecta Literaria de Argentina, Revista El Comité 1973 de México, columnista de la revista Literariedad y del portal Pulzo.com, donde escribe sobre cine. Ganador del primer Concurso Nacional de Cuento Breve, Revista Avatares 2011, y finalista en los Premios Nacionales de Literatura, modalidad cuento, Universidad Central 2012, y del IV concurso de cuento corto Museo de la Palabra 2015, en España.
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