Marcia Brédice

By | martes, junio 01, 2010 3 comments

Marcia Brédice
4 Poemas Inéditos



 

LOS HIJOS MUERTOS


Se murieron nuestros hijos.
El moho adherido los fue cubriendo con sus
                                                                filamentos.
Pared por pared morían nuestros hijos una muerte
                                                                           misteriosa.
Encontrábamos pedazos de hijos en los huecos y en
                                                                                los zócalos.
Detrás de los libros vegetaban nuestros hijos.
Los contábamos uno a uno, olvidándonos sus
                                                                                  nombres.
Nos repartíamos su cuidado por la tarde y velábamos
                                              el sueño con hijos
dormidos entre las piernas.
Los llamábamos a gritos y ellos acudían en rodajas.
Del hueco de sus ojos salían como expulsados peces
                                                                        putrefactos
que convertíamos gustosos en espinas.
Les pintábamos tréboles en las rodillas y en las sienes
                                                                            y ellos
caían, lacerados.
Les quebrábamos los dedos para que todo lo pidiesen
y convertíamos en piedras sus bocados.
Nos asombrábamos de que aún así caminaran por los
                                                                                  corredores
y se lanzaran a la calle.
Teníamos hijos muertos en los cajones y en los
archivos.
De las canillas caían hijos muertos.
Nunca fuimos tan felices en la víspera de la muerte.
Los oíamos quebrar en llanto y balancearse en la
                                                                             azotea.
Los empujábamos al vacío para verlos desaparecer en
                                                                             el infinito abismo
juntábamos sus pedazos y en lenta, deglución, los
                                                                               digeríamos.
Les cortábamos la piel para curiosear sus vísceras.
Mutilados, seguían andando.
Quedábamos a oscuras en un cuarto lleno de hijos
                                                                                    muertos.
Nada era más placentero que verlos agonizar.
Les inventábamos cada día una nueva muerte lenta.
Los cubríamos de lodo hasta la asfixia.
Los echábamos al fuego en el invierno y ellos volvían,
mojados, tibios, desalineados.
Escribíamos sus nombres, grotescos, para
                                                                   desordenarles la memoria.
Les quitábamos la ropa para entregarlos, despojados, a
                                                                                      la vergüenza y el escarnio.
Le echábamos el humo en la cara para verlos toser y
                                                                                     caer en pulmonía.
Cerrábamos las puertas y ellos se escabullían por los
                                                                                      alféizares.
Goteando sangre no extendían la mano y nos
                                                                             mostraban la sutura.
Cuando ya, por fin, nos resignábamos a verlos nacer,
                                                                                  temblábamos espantados.
Brotaban hijos de las baldosas y los desagües.
Tapábamos con brea los huecos y las ranuras.
Nuestros hijos enraizaban, imberbes y mórbidos por
                                                                                    debajo de la casa.
La casa fue cubriéndose de hijos mutilados.
El silencio fue cubriéndose de llantos y los hijos
                                                                          trepaban
por nuestras espaldas con un lánguido gemido.
Fuimos desgarrándoles los músculos y los nervios.
En la intermitencia de la muerte acariciamos por fin
sus pómulos, muertos de miedo y de espanto.
La humedad fue envolviéndolo todo y nos quedamos,
                                                                                 absortos,
en el silencio de una casa llena de hijos muertos.


LO QUE NOS HACE PERFECTOS

Lo que nos hace perfectos
es el tintineo de los tenedores en el cajón de la cocina,
las páginas en blanco de la libreta de almacén,
el balbuceo de los semáforos,
la calle Corrientes muriendo en Santa Fe,
los clips sujetando impuestos demorados,
el agua de las alcantarillas,
la libreta de enrolamiento,
el crujir de un dedo bajando por la tecla,
las canillas,
los tendederos,
las lamparitas,
el paraguas enmudeciendo la última gota de lluvia,
el resto de comida de la noche anterior,
la hora pasados los cinco minutos,
los contenedores de basura,
la prematura aparición de una arruga,
el bolígrafo sin tinta,
la noticia,
el despilfarro,
la amalgama,
la rutina,
los adioses,
los destiempos,
las miserias,
lo que nos hace perfectos
es el aquí y el ahora,
el después y el mañana,
el levantarnos de la cama,
sonámbulos,
buscando al otro que se ha ido.

 
LO QUE NOS HACE IMPERFECTOS

Lo que nos hace imperfectos
es la usanza,
la palabra que creímos silenciar a tiempo,
a certeza de acudir intactos,
secos de llanto
a las citas imprevistas.
La imprecisión de un reloj marcando
las cuatro,
las y media.
El nombre tantas veces dicho,
las traiciones,
los consuelos,
los desvelos.
Lo que nos hace imperfectos
es la pregunta inevitable,
cotidiana,
del por qué tan solos,
del por qué tan muertos.


LA MUDA

Ella escribe el desconcierto.
Un llanto seco le empaña la pantalla.
Escribe intermitentemente
en la espesura,
en el arquitrabe,
en el friso,
en la cornisa.
Traza símbolos en los intersticios,
en las junturas,
en las grietas imposibles del lenguaje.
Magullándole al oído
un sinfín de agravios,
Licario le señala una escalera.
Ella se resiste, se turba.
Apartándole el cabello de los ojos,
le revela nuevos paisajes.
Ella avanza entre vagas siluetas.
Llagada
su lengua
la exhorta al escupitajo.
Luego se detiene
iracundo y
vuelve la vista interrogándola.
"Sácame de aquí", le dice
y enmudece.



MARCIA BRÉDICE nació en Serodino (Santa fe) el 8 de Julio de 1980. Reside en la ciudad de Rosario. Es profesora en letras, egresada de la Facultad de Humanidades y Artes, de la Universidad Nacional de Rosario en el año 2004. Actualmente se desempeña como profesora de lengua y literatura en nivel medio. Las malas Lenguas es su primera publicación, que recopila su poética.
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3 comentarios:

Anónimo dijo...

brèdice, impactante; fuerte; conciso; la justa medida de la palabra inmedible. hoy ha sido un gran dìa: leer su poesia. gracias (maritza)

Anónimo dijo...

Wow! y me quedo esperando que acudan los lindos, inútiles adjetivos más que nada... wow! No, no llegan: quedan apenas los bellos ojos abiertísimos de la estupefacción, los labios en una O oblonga.
Ahora quiero más. Macky Corbalán

¡Gran escritura!