Leandro R. Puntin

By | sábado, marzo 20, 2010 Leave a Comment
Leandro R. Puntin*
 
El Día Que Me Abandonó
(Cuento inédito)


 
Una mañana me abandonó, así, como si nada. Me levanté sin ella y hallé una nota con sus motivos junto a la cama. Ninguno me resultó razonable. No de principio.

PÉSIMA ALIMENTACIÓN
ABUSO DE TATUAJES
EXCESO DE RAYOS ULTRAVIOLETA
ADICCIÓN A PIERCINGS

Me quedé tendido ahí, recapacitando. Es cierto que nunca te pedí permiso ni te pregunté alguna vez si te gustaba la idea de un aro en las tetillas o un tatuaje en el pene; pero eso no era motivo para dejarme. Creo ser el único hombre al que has dejado. No he sabido de otros. Si es que alguna vez compartiste las ropas con otro. Me siento frío sin vos. Me siento feo. ¿Tanto te molestaba que tomara sol sin protección?

Luego de un rato, decidí darme una ducha. Me sentía pegajoso, tanto que las sabanas se me pegaban a la espalda y a los muslos. Además, necesitaba enjuagarme los ojos; ella se había llevado hasta mis parpados.

No quise verme al espejo, no sin vos conmigo. Fuimos uno solo y lo sabías desde siempre. No tenía que repetírtelo (o al menos eso pensé), creí que lo sabías. Di por sentado que me acompañarías hasta la muerte y después al cielo si es que eso era posible. Me equivoqué. Te extraño y quiero que vuelvas. Nunca necesité de nadie, pero a vos te necesito. Necesito que me recubras y me vuelvas una persona.

Desayuné un café porque tuve en cuenta que odiabas que tomara gaseosa. Comí cereal en lugar del salame y la miel se la unté a unas tostadas, no al cantimpalo. Tenías razón, no me sentí pesado luego de comer. Pude hacer mis ejercicios sin quejarme de dolores ni eructar mientras trotaba. De más está decirte que troté en la cinta, no me atreví a salir. No sin vos. Me sentía más que desnudo; desprotegido.

Siquiera sudar era lo mismo sin vos. Cambiaron tantas cosas esa mañana, no podría explicarte. Caí en cuenta de lo importante que eras para mí, lo vital, lo indispensable. Que el cómo cuidarte (y el no cuidarte) influenciaban en nuestra relación. Nunca tuve pesadillas siquiera con que podrías irte; te hacía tan pegada a mí como el escroto a mis testículos. Aliados. Compañeros.

Inseparables. No quiero llorar porque, acordate, te llevaste hasta mis parpados.

Me estuve dando cuenta de que te hice mal. ¿Ibas a volver si lo admitía? ¿Habrías regresado si me hacía remover las nereidas del prepucio? ¿Si me quitaba los aritos de los labios y los tornillos de los pezones? El comenzar una dieta que no te hiciera salir granos ¿te habría puesto contenta?

Tal vez sí. Aunque para ello, te necesitaba conmigo. Debía convencerte de que me dieras una segunda oportunidad y no podía hallarte. Llamé a todos mis amigos para preguntarles si te habían visto. Todos se rieron y me llamaron borracho.

Llegó el punto cúlmine donde empecé a cuestionarme si de verdad te necesitaba. Tomé corajes y salí al mundo. Para buscarte, debo decir. Soy muy débil para andar por las calles solo. ¿Querías que llegara a esto? Acá lo tenés: te necesito más que a mi vieja. Te amo más que a ella. Mamá no es nadie. Nunca me sirvió como vos lo hacés. Nunca lo hará. No me es útil para nada. ¡Volvé, por favor, no te voy a fajar más!

El mundo llegó a su fin antes del portillo. Hasta ahí llegué. Me di la vuelta y volví a la casa.

Me estaba volviendo loco. Loco de la manera más psicótica jamás narrada. Tu ausencia me llevó a escribir. ¡¿No te resulta demencial?! ¡Hombres como yo no escriben! ¡Se limpian el culo con las hojas de los libros! ¡Me aputozaste!... y aún así me hacés falta.

El que no estuvieras me puso en contacto con partes dormidas de mí ser. Despertaste al artista, al caballero, incluso al científico que buscó soluciones para una vida sin vos, pero fracasó con magnitud.

Perdí el sentido del tacto. Ya nada se sentía igual. Podía levantar objetos, aunque no los reconocía hasta que los tuviera frente a los ojos. Si te fuiste por diversión: ¡qué risa!, ya podés volver.

En un ataque de histeria, rompí todos los espejos de la casa. No soportaba verme así. ¡Extrañaba tu nariz, tus labios de carnicero, tu color bronceado! ¡Estaba harto de la sangre, de la imparable, viscosa y goteante sangre! ¡El que mis músculos rezumaran venas cada vez que hacía algún movimiento! ¡Echaba de menos el calor de tu roce con mis nervios!

Necesitaba tu protección. Era peligroso para mí caminar por la casa con las arterias destapadas y la carne a la intemperie. Me echaría a perder en cualquier momento. Y el bombeo de mi corazón me estaba desquiciando más de la cuenta. Se oía tan alto. Tan cerca.

Tendría que salir a buscarte. No importara qué.

Mi primera sensación fue un fervor acogedor que, a medida que recorría las cuadras de la ciudad, se volvía abrazador. Ningún tipo de carne (mucho menos la humana) estaba diseñada para congeniar con el calor. Me estaba asando vivo. Y todo por tu culpa. ¿Dónde estabas para protegerme? Es cierto, ¿dónde estuve yo cuando debí protegerte? Mi situación no era más que una venganza furtiva y sanguinaria. Bien merecida, dicho sea de paso.

Por instinto, busqué en los lugares donde yo solía pasear. Pero luego, por lógica, fui hacia el otro extremo. Bendita ironía habría sido encontrar a mi piel sentada en la silla de un tatuador. La gente gritaba aterrada al verme pasar. Algunos me aplaudían, creyendo que lo mío se trataba de algún tipo de disfraz. Vaya ingenuidad la de ellos, si tan solo supieran lo que les esperaba por maltratar a su cuerpo.

Ya cerca de la costanera, la vi. Estaba desparramada en la orilla del río. Grandes oleajes de espuma blanca le tocaban los pies; dos extremidades flácidas y rellenas de aire.

Para esta altura, mis plantas estaban prácticamente cocidas, comenzaba a perder casi toda sensibilidad por parte de ellas. Una vez que sintiera que no las estaba moviendo, fin del camino. Debía apurarme.

Llegué a la playa y bajé unos escalones de piedra que me dirigieron directamente hasta mi piel. Una hilera de diez aros de oro le brillaba en la nuca pero me quedé absorto en su espalda; el dragón tatuado parecía agitar las alas y escupir fuego por los orificios de la nariz. Mala señal. La cocción estaba alcanzando las conexiones de mis ojos.

Di un paso al frente y ya había perdido el brazo izquierdo. Tropecé con un castillo de arena y caí, caí, caí.

"Perdón", le grité con mis últimas energías, "¿me perdonás? Si pudiera hacerlo todo de nuevo, no volvería a hacerte daño".

El saco de piel se elevó unos centímetros en el aire y flotó cual alfombra mágica hacia mí.

"Sí, te perdono", me susurró antes de desaparecer sobre las aguas del río Paraná, "pero piel hay una sola y no me supiste cuidar. Morite por boludo."




* Los datos del autor puede el lector interesado consultarlos en nuestro primer post  de sus relatos, del día miércoles 30 de septiembre de 2009.
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